Diario de Adán (42)

 Era extraño temer y amar al mismo ser al mismo son al mismo tiempo; era extraño amanecer con su cabeza en el pecho y con la respiración lenta subir y bajar lento. En el derretir de sus manos, en la fragancia que necesitaba de su sexo. Altivo y generoso como la diáspora incógnita de lo verdadero y aquello oculto, eterno.

Desde pequeña, supo que no quería ser pequeña, desde la alhelí que quiso ser pequeño, jugar fuerte y tropezar. Desde pequeña, que quiso ser pequeño y no crecer más, y así jugar eternamente en los sueños con Lucio o Adán, en el colegio surrealista de su imaginación y sexo. Y mientras no la veían, se vestía de varón, pintaba un grueso bigote sobre su labio y, juguetona, colgaba un monóculo de su ojo izquierdo. Envalentonado, saltaba sobre la cama y abrazaba la almohada como si tuviera una cintura, y decía:

–¡Adán!, mi querido Adán, he venido a buscarte para que nos vayamos juntos a viajar por el mundo amándonos, luchando contra esta sociedad tan injusta y realizando nuestro amor como se debe, frente a todo el resto. El fuego me quema desde el interior, te deseo, te necesito, ¡No hay un sexo opuesto!...

Desde pequeña quiso ser pequeño y tapar esas cosas que venían saliendo de su pecho. Ya con los años, más centrada y seria, más parca y tranquila, mezclaba los recuerdos de su infancia y adolescencia con extraños dibujantes del último decenio. 

Un día conoció a Lucio. Hacía muchos días que no visitaba su casa ni el jardín; por una temporada muy depresiva dejó de abrir la puerta hacia el patio y allí empezaron a acumularse objetos de diversas índoles que, por actos del azar o las casualidades, terminaban siendo lanzados al patio. Al fondo, se encontraba la vieja lavadora que, aunque aún servía, dio paso a una más moderna, con centrífuga y secadora. En su interior, con la tierra acumulada, brotaba una pequeña mata de porotos, que crecía desordenada, como si intentara luchar contra las sombras que la rodeaban.

El jardín, antiguamente un refugio de sombras y luces, ahora era una puerta de fuego del olvido. Pero algo dentro de ella, como un brote enterrado, comenzó a despertar. Se acercó a la mata de porotos y, con una sonrisa le recordó la promesa de aquellos juegos infantiles, cuando la vida parecía tan simple: "Te amaré, siempre, tiemblo ante ti". El fuego, al parecer, nunca se extingue por completo; siempre queda una chispa, un resplandor en el pecho que necesita ser alimentado.


Lucio se hizo prender, como una sombra de aquel niño que había dejado de ser. No dijo nada, sólo la miró mientras se agachaba junto a la planta para observarla. Sin palabras, ambos comprendieron que había algo más allá del tiempo y las palabras, más allá de lo que habían sido o serían. En el fondo, la rueda continuaba siendo un juego, aunque ahora ya no había regreso. La mata de porotos seguía creciendo, como si al fin hubiese encontrado su espacio, y tal vez, un día, ella también lo encontraría en los brazos y labios de Adán, el estúpido valiente en el peligro.

La niebla roja cruzaba los Arenales.

Ella no quería ser él y él no quería ser ella.

El amor es tu secreto.


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