Diario de Adán (41)
Claro que odiaba a Adán con lo profundo de sus ojos, lo odiaba, lo detestaba por ser libre, su desfachatez, en sus dedos por las mañanas cosquilleaba el querer tener el cuello de ese infeliz retorciéndose en sus uñas mientras sangraba. Claro que sí, lo quería muy cerca de ella para poder someterlo y volverlo un perrito salamero, sumiso y obediente, mientras suplica por más y más del tierno dolor del odio mezclado a la esencia del amor erótico demente, claro que sí, lo odiaba y al entrar al colegio por la puerta principal se dirigía en un modo automático hasta la banca del patio donde la esperaba con el pelo revuelto y asomaba bajo sus cabellos el único ojo azul pálido, emitiendo la débil luz de algo que poco a poco se trasluce y apaga.
Ella había heredado una casita en la periferia de Los Arenales desde donde se podía ver el otro lado del río donde Roses se alzaba en una extensa colina. Y allá fue cuando vio a Adán por última vez, en la escuela, en esa banca de granito. Ella sonrió mientras se sentaba a su lado y deslizaba junto a él una fuente plástica con spaghetti guisados y semillas de amapolas que había cocinado por la noche, pero para él aquellos gestos eran pequeños comparados a solo estar junto a ella, mirarla y sentir el roce pequeño de su piel, o escuchar su tímido respirar, lo dejaban paralizado y con el corazón desbocado, muchas veces era tal la emoción que perdía fuerza en sus piernas y ligeras lágrimas lo debastaban. Ella en cambio quería ser retribuida por su esfuerzo, quería cautivarlo y manejarlo a su antojo, hacerlo su muñeco, su confidente, amarrarlo en la pieza y oscurecer todo, vendarle los ojos y hacerlo perderse en sus senos calientes, y es que estaba cansada que supusieran que era débil, que nadie la tratara como un igual, quería empujones, un grito, un insulto, quería dominarlo, dominarse, descontrolar el suplicio del maldito molde social que la encasillaba desde esos días en que jugaba en el jardín de su casita, ese corsé ideológico de ambas partes del género humano que habían inventado puerilmente en un intento desesperado por comprender sus relaciones. Junto a Adán olvidaba ser mujer, junto a ella olvidaba ser un hombre, y ambos en la entrada del Jardín no eran más que uno solo, el juego estúpido de los espejos y reveses del destino. Se anunciaba ya la serpiente roja como un fuego entre los bosques calcinados.
Su físico ya no la acompañaba, estaba gorda y siempre lenta, pasaba sus días recordando viejos amoríos, cerraba todas las puertas de la casa, colocaba las cerraduras y pestillos, y sentada en un sillón respiraba profundamente y llegaban los recuerdos mientras expiraba cada uno de ellos se iba desvaneciendo en una niebla etérea. Afuera entre los caminos y arbustos la niebla roja serpenteaba por las rocas, charcos y troncos de árboles. Su casa en la periferia siendo totalmente hermética la había salvado ya muchos días de esa influencia perniciosa.
Pero llegaría un día, sabía, que todo aquello terminaría.
Este día.
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