Diario de Adán (40)
Era tan pequeña y tierna como los alelies en la época del año. Con sus manitas pequeñas deslizaba los brotes de los nuevos árboles y plantas. Era un sol ardiente de verano con su sonrisa, caminando hasta la entrada del jardín. Mientras tanto, la sombra se extendía lentamente por las horas, como un cuchillo atravesando la carne del día. Así, pequeña, saltaba y reía de una abeja que la acechaba.
Había días en que ensuciaba sus ropas con barro, se enojaba y lloraba, lloraba, lloraba, en incesantes gritos abiertos y cálidos. Pequeña y radiante como la luna, salía por la noche a contar estrellas y dibujarlas en un papel, una colección de universos, colores y marcas que guardaba apilados. En aquel tiempo de las noches de verano, se fue dando cuenta de que florecía la conciencia encantada de darse cuenta de sí misma y de sus facultades. Su estado anímico mejoró y visitaba cada invierno el jardín de la casa, extendiendo sus manitas al cielo de la copa de árboles invencibles ante el paso etéreo de las marcas hechas en papeles que escondía como dibujos del futuro que aciago vendría: el colapso y la muerte. La difícil decisión de salir del jardín y ya nunca más volver. Ser mujer o niña en el recuerdo de una foto, un marco, y quién sabe qué cosas ocultas en su interior.
Yo fui quien la vio llegar hasta mí con su cara limpia de maquillaje y pelo corto. No le importaban los movimientos sensuales y femeninos de los cuales nosotros podríamos inferir algo. Ya no era esa pequeña abrumada por las dudas en las estrellas o el tarot. Ya no era ni el principio ni el final en sí misma. Malherida, como una flor, se movía por el viento quieto de la brizna. Una niebla agitada se entremezclaba en su entrepierna y fue viendo por una cerradura la luz que tanto deseaba comprender. Comprendía y lo veía frente a ella, tan claro, tan prístino, binario, incólume, depravado y final. Adán. Lo recibía con un abrazo en la sala de clases y, después, embelesada, pasaba siguiendo y contando los pasos de ese hombre. Cada día verlo y abrazarlo era para ella el resucitar repentinamente del letargo inequívoco que la inundaba por días repetidos.
Le gustaba. Era más, la estremecía: en sus nalgas, en su vulva, en sus senos ardientes. Pero no quería que él supiera, se enterara o quizás sospechara de sus intenciones, es que él la despertaba y la hacía vivir intensamente como había deseado en ese jardín desde que era pequeña, y ahora él era nada menos que la sombra entretejida en las hojas y sueños que confundida mezclaba sobre su cama, girando a derecha e izquierda sin tomar una decisión. Escuchaba una débil música relajada que la remitía a un mar profundo y quieto, donde, tomada de la mano de Adán, vagaba por las calles laberínticas de sus recuerdos. Él apareció en sus semanas como ella misma deseaba.
Temía entonces del universo y sus causalidades; escondía bajo la almohada su cabeza y tapaba sus oídos fuertemente hasta quedarse profundamente dormida. Mañana podría verlo otra vez.
El asiento estaba vacío el primer día y así, la sombra y la sonrisa desaparecían en el extremo brillo de lo evidente y normal. Lo cotidiano la devoraba por dentro como una serpiente ascendente de fuego. Lo apagaba con vino, un cigarrillo escondido, apegada a la pared. El polvo de las ciudades ascendía y la niebla roja estaba por desaparecer. En el limbo de la sociedad y lo apocalíptico, ella seguía tras años como una malabarista haciendo huevos revueltos en un sartén, esperando, esperándolo, sin saber que él ya estaba junto a ella.
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