Diario de Adán (39)
Contaba sus pasos desde su casa hasta Roses; cada uno de ellos le intuía un aroma a peligro, desde la explanada subyacente hasta los altos muros del ejército. Rugía un león en el cielo de la mañana y su pata cálida caía sobre los hombros de nuestro protagonista. A su lado, unas cuatro mujeres delgadas y delicadas, con grandes labios de bótox, pasaban corriendo, destempladas, hasta una meta indeterminada, incluso oculta para ellas mismas. Desde el miasma antiguo de los cerebros destrozados, podían cazarse los datos de murciélagos extintos por la luz. Un poco más allá estaban los prados y un viejo vagabundo que cuidaba su estética de vago; por las mañanas, al levantarse, colocaba mano a mano todas sus ropas cuidadosamente ensuciadas para mantener su estilo. Se bañaba, cuidaba su pelo y se vestía entero de su traje de pordiosero. Es, pues, su estética, su dinamismo y su ser, la punta culminante de su existencia. Feliz, en el prado verde, ve las colinas dibujadas por nubes en el cielo y un extenso amor cálido que lo recubre. Es el santo gesto que Adán remite en la pobreza, y es que ni Cratilo ni Zenón estarían tan sonrientes como este vagabundo del cual hablamos. En la extensa perorata de las preguntas, no encuentran más que salidas a puertas siempre abiertas a habitaciones donde guardar su propio estilo es lo fundamental. Dentro de todo esto o aquello, es donde los pobres drogadictos viven encerrados, mirando por la ventana y las rendijas en una paranoia insufrible. Ven la plaza, ven las palomas, los hambrientos tratan de atraparlas. Los cielos se cubren de plumas. Y ven a un hombre, a nuestro hombre, mirar el cielo y, a paso lento y con voz calma, contar los pasos del silencio de su casa a la plaza de Armas de la ciudad de Roses.
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