Diario de Adán (35)

         Lucio sonreía con el universo desplegado a sus pies, enorme, agrietado, hiriente, yo, sí, yo, yo y yo, lo veía derretirse en las nuevas palabras y sucumbir al letargo de un invierno impensado hace algunos años atrás. Una leve brizna de sombra recortaba el horizonte cada vez que nos encontrábamos y luego simplemente sonreía. Podrían incluso llegar a pensar que eso que está ahí no es más que aquello que deseamos y escapamos de este miedo gutural con fulgor y carisma espantados como primer cavernícola. Ateridos de estigmas, sangrante por el suelo, a lo lejos, el hombre avanza a los pies de la mujer. 
      Las cáscaras de nuez estaban sobre la escalera y representaban los minutos y horas que pasaban juntos sin darse cuenta de su leve ritmo de gotera acabando de horadar las estrellas agitadas en su reflejo estático producido en el charco de esos tiempos, intentos fugaces e inútiles del agua por derrotar a las rocas. El intento finito de alcanzar la plenitud.
     Lucio era impecable, cada brillo de su ropa estaba cuidadosamente pensado. En si, la métrica vivía a través de él. Y Adán lo miraba cancino, aletargado y sonriente pues sabía lo que vendría tras él.
         Esa noche él se quedó en casa y pudieron hablar sin detenerse de la filosofía que impregnaban a todos a su alrededor. Lucio tomó una manzana pequeña del canasto que estaba entre él y Adán.
    -Comenzemos -dijo.
        Subieron hasta la azotea del edificio con dos bidones de parafina y unas mangueras.
     Y todas los departamentos del edificio comenzaron a arder. Uno a uno como manzanas de la torre de Babel.



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