Diario de Adán (32)

 Entramos y un montón de libros empastados en plástico se apilaban a diestra y siniestra, formando así un pasillo de roca y papel. En el fondo se situaba un escenario, ese día no habían personas, ni un niño o ave revoloteaba en el infierno o el cielo. Todos los libreros guardaban silencio, en un mutis rictus, perdían sus miradas en sueños de tesoros, monedas, joyas, veían a diestra y siniestra las hojas convertidas en oro y melaza, plata y rubí. En el fondo de los ojos venían danzando los duendes de la avaricia, el sueño del desgraciado de Midas, ese oro se derretía por los contornos y calizas, se derretía como una luz fulgurante hacia abajo de sus pies. Todas las sillas estaban vacías, todos los escenarios, todos los bolsillos. Hasta el café y el azúcar eran algo inencontrable. Hasta sonreírse uno a otro lo era. Uno mas en el catálogo de los libreros. Uno más en la nómina de siempre -Se decían. Junto a los cadáveres de siempre, se revolcaba en su olor como los perros para pasar desapercibidos con su propia aroma. 



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