Diario de Adán (28)

Cuando me derretí por las vertientes de hechos pasados ya no muy nobles, fuí encendiendo pequeños ribetes de fogatas en las aceras de cada camino imprevisto, no era más que el utensilio del fuego, el esclavo incapaz de salir de su propia forma y no era casualidad que mi nombre se escuchara en las noches de juerga, de sendas intransitables y mundos aún más pequeños que una semilla. Era el primer hombre entre los animales que se escondían en las murallas y hiedras ascendentes, el primer hombre considerado como tal, y así con ojos rojos entre la niebla se iban perdiendo uno a uno bajo un árbol disuelto en notas dulces, quizás una blasfemia para los dos: "Esta única existencia". 
Caminó por esa calle hasta llegar a la esquina y miró a lo lejos la figura de Lucio acercándose y creciendo en medio de la explanada y las espaldas inconscientes, traía puesto un traje antiguo y desvencijado en las costuras de un leve color azul príncipe haciendo juego con la delgada corbata que colgaba hacia el suelo enredada en si misma. Se rió estruendosamente cuando el tipo con el que estaba le extendió la mano.
-Mira esa corbata Lucio, santo cielo, un poco mas de decencia - le aspetó mientras arreglaba con cuidado la prenda en el cuello de su amigo y estrechaba su mano con la suya.
Con una parsimonia proveniente desde épocas escolares empezaba a organizar sus ideas en la intemporalidad de su consciencia, entrando como raíces, en esa enredadera que es el miselio, ahondando y ecléctico, da una palmada en el hombro de su amigo y empieza a recitar en baja voz los poemas que había compuesto y había eregido hacia un cielo insomne y detenido en su propio mirar. Uno al lado del otro caminaron por la avenida y cruzaron hasta el viejo café que se situaba en una esquina, pasaron el laberinto y entraron por una puerta escondida tras una tela. Al cruzar la puerta se encontraron con los comensales en un bullicio y humo exasperante, se dirigieron a un lugar más tranquilo y a la jovencita que se acercó ordenaron un té, un vino y unos completos. Así las estelas del té mostraban sus hebras acaecidas aquí y allá a un ritmo desigual, en una función matemática nunca resuelta en el círculo de sus fractales imposibles. 
- Me has dicho en reiteradas formas que es imposible que logremos algo para esta humanidad, como si estuviera su destino preescrito en alguna piedra de la antigüedad, impoluto, definitivo. Es igual -digamos- deprimente el no encontrar sentido a la práctica de la revuelta, del desvelo antagonista, porque es en ese choque donde pensamos que se originan los más grandes cambios.
-¡Ah! Lucio, sabes tan bien como yo que el hombre o la mujer son tan destructivos y bondadosos como quisieran ser, si no se someten serán sometedores y destructores de cualquier identidad. Sus ideas son disímiles, chocan, son confusas tal como tú o yo, sin embargo, trazan su huella sin culpa y en la ceguera dicen y desean mirar mucho más allá, aunque la vida sea larga y sus caminos difíciles. Más y más, desean más, sin nunca saciar esa curiosidad. Entonces ¿qué nos queda? Si no, aceptar definitivamente lo que somos, sin ese paso no podemos más que observar desde lejos la eternidad, sobre todo el palabrerío que extendamos somos hueso y carne, sangre y cartílago, al igual que un animal, respiramos y dejamos de respirar. Nos cansamos, mentimos, sobrevivimos, y aunque sea cliché ya en estos milenios no podríamos escapar de la vejez, la enfermedad y la muerte, y vienen tras nosotros de la mano las tres, como parcas o como quieras, ¿Qué se? Naturalmente simples sacos de carne asustados con la falsa idea de una identidad¿Qué logramos? ¿Qué obtenemos? Aquí mi menosprecio por una raza efímera se detiene, y ellos ¿Qué sacan? El arte, la expresión única de su yo. 

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