LA RAZÓN NO ES HUMANA (Los poetas grises)

Carta 11

Querido e ilustre profesor:
¿Reconocimientos literarios? Nada más burdo y humillante, siempre eres el peor escritor, el vagabundo entre el ramaje negro, los premios, la gloria, los aplausos están reservados para ignorantes con las corbatas rojas, con versos pusilánimes y sentimentalismo meloso. Neruda era uno de ellos, Gabriela también, los tiempos cambiaron, por eso aparecen y seguirán surgiendo en otras épocas porque el empuje de lo nuevo es siempre la derrota; solo el placer es lo que se necesita aún si es efímero. El sonido del desierto se escurre en todas las venas del ruido. El idólatra de postales carmesí no encontró nunca su cadáver bajo la piedra, él, disfrazado de cuervo repite: “Never more” Es efímero. Todo pasa. Hasta la muerte. Así nací.
Mi primera mirada sobre los Grises se dio en el interior de un bosque, había bebido con dos compañeros de trabajo en un supermercado, mi jefe era un obeso enfermo del sistema cardiovascular, al encontrarnos con el codo en lo alto se enfureció, mis dos compañeros después de ver el rostro azul del jefe tomaron unas botellas de whisky, las colocaron en una mochila biónica (revestida con papel aislante así confunde los sensores) y una vez fuera nos fuimos al bosque, parte esencial del parque Lloc, al este de Los Arenales, tintineaban las botellas, una contra otra. Escalofriante. Lloc es un lugar en que una variada fauna del hampa se reúne: ladrones, usureros, colegialas, homosexuales de los liceos de mujeres y hombres, además de las “recatadas” discípulas de las monjas, etc.
Esta vez solo me sorprendió un voyeur, Honda dijo llamarse, además amigo íntimo. En la primera botella de whisky uno de mis acompañantes (sujetaba el vidrio sonriendo y hablándome de un asunto personal con Kenzaburo Oé) se dobló el tobillo, el otro dormitaba en un tronco; los gritos eran amortiguados por canciones modernas y obscenas que eran furor entre los jóvenes; luego, aunque parezca increíble, Mozart bailó entre las hojas nocturnas del otoño. No había luz más que la del gran queso, bajé hasta un caminillo no sin cierta dificultad, franqueé el paso con unas ramas, así no olvidaría el camino. Una señal. Estando ebrio y feliz hablando con las rocas en la orilla recitaba:
“Somos un manto, una muralla,
la enredadera nocturna florida de plata
(…)”
Casi canturreando llegué a la caseta del guardabosque, si bien la iluminada ventana decía que alguien estaba dentro no respondieron hasta que una voz irascible por mi insistencia dijo:
-¿Quién es? Ladrones culiaos tengo una 22 y no voy a dudar en usarla.
- No, no, ¡hip! Un compañero se dobló el tobillo y no puede bajar del bosque.
- No me interesa; entablíllalo y llévatelo del parque, si te agarran aquí tení pa’ tres días en cana.
- ¿Tiene algo para entablillar?
Por debajo de la puerta asomó una venda y dos tablillas.
-Eso es todo, no vuelvas más- y guardó silencio.
Un disparo atravesó el aire de Lloc, asustado y ebrio lancé un par de garabatos (baléate el hoyo) y corrí donde mi colega, allí estaba lloriqueando como una muñeca de porcelana (solo su cabeza) flotando en el río. El otro desapareció. Ofelia. Disfruté mucho infringiendo dolor en el punto de Aquiles. No era una fractura expuesta así que no saboreé el color de la tarde, el carmesí era un violeta desanimado. Deslicé la venda como una mortaja y ajusté la balanza de la justicia, con la mano en el hombro ayudé a bajar la colina empinada y los árboles rebotaban en las sombras. El whisky nos dio fuerzas, es magnífico en esas ocasiones. Al llegar al camino plano fue más fácil y lo dejé en el hospital de Los Arenales sentado en una silla. Tenía la vejiga inflamada por el líquido de la botella, tuve unas ganas ardientes (como en Rimbaud) de mear, busqué un baño y al entrar vi unos rayados en las paredes, en el wáter; parecía una habitación diabólica cuyas letras eran tentáculos sangrientos, meé fuera de la taza en varias ocasiones, luego me la sacudí para botar unas gotitas amarillentas en las cuales se reflejaba todo el ambiente de paredes rayadas, refractaba una luz impertérrita, me tiré un sonoro pedo que tenía guardado entre las paredes del ano.
Al salir, mi compañero estaba dormitando, pensé en quedarme ¿Pero qué diablos? ¡Ya lo ayudé suficiente! Volví al bosque con una botella de whisky, sentado en el césped empecé una leve masturbación. La botella era genial, podía girar la tapa con rapidez si escupía saliva en mayor cantidad sobre la palma, pasado un tiempo vi tres sombras un poco más allá en el descampado. Estaban bebiendo cerveza y reían a carcajadas, así, tan ebrio como estaba subí por las piedrecillas, un par de veces terminé en el suelo y los saludé sabiendo del olor que trascendía mi mano.
-¿Quién tiene un pelpa?
-Aquí tengo uno, es de cáñamo orgánico.
-También tengo un paragua- dijo el hombre de chaquetón negro.
-En la pipa mejor, así te hace más efecto- la calva relucía.
Todos convenimos en que era lo más apropiado. Un ojo carmesí brillaba en la oscuridad. Empezaron a hablar de Bolaño, Enrique, de un tal Boris Vian y a mi recuerdo llegó un jazzista dedicado a la dramaturgia con cara de niño bueno con actos violentos, era el mismo poeta que moría de cáncer cervical, con una serie de epítetos. Hablaron de un viaje a la Antártica ¿cómo- me pregunté- viajan a un lugar tan feo y desolado? aducían que una civilización avanzada en Poesía si su base social era poética era perfecta. Idiotez de fanáticos a la escritura. Además Cundela decía tener una placa en la cabeza que se ganó en un viaje al país helado, con sus amigos de la isla de Friendship ¡Si sus libros eran quemados, sus escritos, sus poemas de verijas cortados en pedacitos no quedaría nada de ellos! Se los dije.
-Sí, pero escribimos para degollar el límite; ser leyenda es nuestro talón de Aquiles- dijo cuyo pelo grasiento le caía sobre un ojo, y después: They promised me an early conviction, we will eavesdrop on the adolescents -recitó
Ese tenía una visión extraña del mundo, era una capa monstruosa de voluntades comiendo semen dejado en las vaginas hambrientas en época de menstruación.
“Los hijos. ¡Toda esa masa de engendros!”
Mäinlander- hablaba Herman- déjalo, es terrible, obsesivo, tu cabeza va a perderse en la demencia. Hay que olvidar eso porque es solo suicidio, y recuerda lo que pasó en el complot del 25, ya nos suicidamos una vez, hacerlo de nuevo es morir. Era un loco, ese Herman, era un loco, después de abrir la boca tan gigante como el ano de Sylvia Saint se descontrolaba riéndose a lo payaso enajenado formando una extraña sensación de incomodidad, humedeciendo el suelo con la baba que gracias a la gravitación se deslizaba por sus labios cayendo en una tela de araña flexible. Los ojos rojos por la marihuana, las manos empuñadas. El cielo cerrado tras el desorden de su pelo. La constelación entera muerta a sus pies. Maldito baboso, su pobreza lo hizo poeta, la pobreza de espíritu. Maligno de verdad, enviado, como Belphegor a contraer nupcias con la más blanca, la idolatrada. Este ambiente, los temas que tocaban (que el presidente se culiaba a su esposa por el culo, que el antiguo dictador era sodomita chillón, que un tal Chancho gay ardía en mierda) no me agradaban, por un lado Cundela tenía una sed de revolución, por el otro Herman mordía mi pierna muy fuerte, ya arrancaba mi tendón Alquileido, y ese parque, en completa decadencia, perdiendo poco a poco las agujas de eucaliptus; sufríamos hambre y frío. Ellos se prohibían trabajar, tenían asco, se obligaban a la pereza, a la incomodidad, al dolor placentero (Herman uso una imagen escatológica: “una anguila de mierda bajando por la garganta”)
Quizás las opciones de suicidio eran muchas, mi espíritu no es un ente suicida, es vivencial, aburrido, esas cosas en búsqueda de soluciones era un centro ingrávido que atrae y repele a cada cual a su manera. Nunca tuve amigos suicidas, solo los cobardes de siempre tras el vidrio de una botella. Eso era todo. Después de años pienso que la vida, esto que vivo ahora, leyendo estas historias no es más que el cadáver de la muerte.
Semper Vitere” gritó Herman a lo lejos, y los tres se perdieron, nunca más los volví a ver, excepto esa vez que mi fantasía reflejó a Herman llorando por lo efímera de la muerte de unas lesbianas, y así estaba con la rosa palpitante de atardecer sobre su cabeza en una línea de tren abandonada. El camino a la eterna playa.



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