FRANCISCO (Los poetas grises)

Preguntaba al aire quién estaba frente a la noche dando vueltas como una flor dibujada en el suelo, su aire frío exhalado de la boca resarcía hebras de vapor en todas las hojas del abeto hace tanto extendiendo su horca en ese lugar y desde que era soldado los árboles se mecían inmóviles en los mismos lugares, en el mismo sitio único se reunían sus ramas en un solo gran árbol, convertido en una sombra que vigila la niebla resentía el tener que soportar el frío.
Pensó en la Antártica y sus pocos días de luz. ¡Por un sol verde! Lejos de ese Santiasco enfermizo donde las políticas estaban en el suelo a causa de que el pueblo no creía en la suplantación del Padre, lloraban los niños la inequidad, todos nosotros como hijos.
¿Quién irrumpe en la noche? Colocó su mano en el mango del arma. Ya llegaría el momento de usarla. El revólver siempre fue de su agrado para ajustar su mira, su mirada sobre el objeto a sacrificar.
El miedo tiene unas garras de sobresalto, allá en Los Arenales su amigo asustaba a los Grises con sus bromas y esa valentía de muerte, casi siempre bromas “gore”, dientes caídos, cortes en la espalda, fracturas, quemaduras púbicas, vómitos de Rodas, etc. La sangre puede correr en el cristal oscuro de los días. Un miedo a la sangre se pregunta:
-¿Quién está?
Al acto una voz de hombre responde negándose, exigiendo una aclaración, una orden de voz joven, una voz conocida con la astucia de alejarnos de cualquier objeto relacionado con lo llamado UNO, del espejo irónico. Poco a poco ve la sombra, los campos que más allá están vacíos, el desierto blanco extendiendo sus alas resecas de fuego por kilómetros y kilómetros. El arma en su pierna ¿Quién está? Solo el arma dispuesta al combate como un gaucho insufrible con su navaja siempre dispuesta en la noche de la pampa. Recordaba a Hamlet.
-¡Viva el rey!- alabar el rostro único y anhelado era la forma de encontrarse, pero la otra voz pregunta por su nombre: ¿es así? ¿Ese es su nombre? no podría serlo en una oscuridad tal como la presentada. Ese no era su nombre, alguien inventaba sus propias fantasías.
-¿Es Bernardo? –Pregunta.-
-¿Bernardo? ¿Qué es Bernardo? ¿Quién es Bernardo?
Las preguntas escalaban por sus brazos en forma de avispas dubitativas, mareadas, hacia el pecho, hacia la cabeza. Si alguien pregunta en medio de la noche tiene todo el derecho de serlo, al menos, para esa persona:
-¡Sí, soy yo!, Bernardo –afirma categórico.-
-Siempre llegas a la hora.-
-¿Quién es? ¿Quién es él? Ese tal Herman…
-Es medianoche, debes dormir. Hoy no hablaremos. Carol estuvo con Paulina…
A distancia una luna emplumada de blanco esparcía harina sobre las flores marchitas del jardín, en la tumba del anterior Padre, unas gardenias y unos gladiolos blancos en la tumba del Rey donde resbalan algunas gotas de semen en la comisura del labio superior, en grumos bastardos. Francisco en su blanca figura de espejo sin rostro le dio las gracias por su salud con aquel pecho donde el mismo se golpeaba hasta dejarlo rojo. Una flor sonrosada, impúdica al amanecer, era esa rata blanca que de niño abrió en dos. Su vecino la devoró. ¡Golpea y golpea! como se ha hecho con los infelices. Si no era una rata era una lagartija de nombre Narciso.
-¿Noche tranquila?- preguntó Bernardo hilando las palabras que no rechazaban un poco de compañía y más en estos tiempos en que el país se veía azotado por hordas de violencia y cambios, en que todos estaban expectantes si la chancha pariría un cerdo o una hoz y un martillo o si el solidario obispo se follaba o no a tal niño. Entre tantas variaciones en su visión de ambiente se confundía. Desde los cinco años nunca pudo olvidar si era él o no aquel cadáver que vislumbró en el vidrio del ataúd, al final de cuentas, no era lo que deseaba SER si no el que PODÍA SER, así, Francisco compartía su condena de identidad. Era la noche fría. La ropa ardía en la piel como la mordida de una serpiente venenosa.... en el oído.
- Ni un ratón se ha movido –y menos ellos dos, pues sabían del miedo, la rata blanca no tenía obligación de colorear su vientre y mostrar las brasas como fino cuadro de Rembrandt. No hay obligación de moverse, ya que, la suerte vela a los pies del maldito soldado, era la fina ironía de Herman. Siempre espera hasta cumplir el homicidio.
Divagó por la muralla del regimiento hasta bajar unas escalas de concreto, allí, en el frío traje Gris de la tierra vio a Paulina por primera vez, ¡deslumbrante! con grandes ojos verdes fantasmales, y tenía una cabeza pequeña de esas que lo excitaban y después de un galanteo constante la sentía más cerca, completa, ambos vivían en una sola cabeza, si soñaba con orejas de oso, ella al otro día en la noche en el mismo lugar lucía en su oreja una rama seca, unas ramas espinosas, esa plenitud era tan efímera entre la hoguera dispuesta en sus labios, más allá, el acto de carne y carne no lo aceptaba.
Uno o dos porros están bien ¡pero follar! ¡Follar abriría su cuerpo! No podría escapar, “soy sexy- pensaba- si mando un mensaje a su facebook la tendré en dos días” no, un sms, así estaría seguro de su lectura inmediata. Buscó el número y a torpes dedos escribió:
“Me voy tan lejos de la meta
mucho más allá del fin
porque tu fin es el mío
y mi final tu principio”
Después de eso Paulina no volvió. La sorpresa fue mayor al descubrir a Bernardo galantear con ella en otra de las escalinatas de la zona norte. Tantos labios partidos por la sed de su figura en la cama y Bernardo en solo un instante la incitó a visitar sus asquerosas sábanas negras.
Se dio por vencido, buscó otra… imposible. Entonces planeó su venganza, tuvo la ocurrencia en “La biblioteca”, sentado frente a tres botellas vacías de cerveza, un cenicero de esos que es regular ver quebrados en el suelo como una taza de té en la tarde hiriendo el piso celeste con su carmesí melancólico. Matar, el homicidio en su situación era una salida; ahorcar a Bernardo no era suficiente si quería escupir la vagina ninfomaníaca de Paulina, debía ir a por sus padres: El señor de pelo ceniciento o la señora de diestras manos a la hora de confeccionar objetos. ¿Cuál de los dos? dos siempre ha sido un número exagerado, incluso para Hegel. En principio la contradicción lo desvanecía: El padre. Si, él.
Nunca más tendría a Paulina, lo sabía, pero matarla no era la solución ya que necesitaba verla en estado calamitoso implorando incluso si era posible, a los pies de la catedral. Sorbió un poco de la cerveza escueta de su amigo cristalizado en amarillo. Tendría que viajar hasta su encuentro; entrar por la noche, recorrer el pasillo, abrir la puerta y ¡paf! descubrir la sangre encerrada en la botella de carne. Otra idea surcó el mar hasta el puerto de su boca, una idea de velas alzadas en el viento de su voluntad: ¿Quiénes eran esos tipos que veía tan constante en sus paseos por Los Arenales? idolatrados por ella y más aún escupidos por los finos labios de Rembrandt (ella sería un esplendor de cabello rojo) había tras eso un mundo de literatos que ella conocía desde donde se originaba un alud de celos porque los veía siempre en las sombras tratando de asirlo a sus garras para eliminarlo, el miedo con su máscara. “Siempre hay personas en la penumbra que buscan la estrangulación” y todo por ella, por ella... desgarra.
El frío en su cuerpo, y allí, logra verla con una sonrisa fría (no perlas, por favor) un merengue en una torta de cerezas (frutillas o frambuesa) lo observa con ternura “Ella siempre me ha querido incluso durante el tiempo que viajé a Perú por medio del ejército, pensaba en mí, en mí, en el pobre idiota que siempre la esperó”
-No te preocupes, estarás bien –aseguró acercándose y desgarrando una tela de su ropa que anudó en su rodilla.
-Si estás tú, claro, me dejaste por el hocicón de Bernardo- ¿por qué?- preguntó lagrimeando
-Aunque sea un momento difícil no responderé, no tengo por qué decirte mis asuntos, te obsesionaste, te volviste un mamón de categoría A; eso es asunto tuyo, no mío... –juntó sus labios y un rictus riguroso volvió a hablar- ... ¡Ya! ¡Está bien! ¡Tú ganas! No puedo juntarme contigo porque soy libre, además Bernardo, tu amigo, nunca me tocó, solo hablamos, tú inventaste toda esa historia y no quise desmentirlo creyendo que así te alejarías, nunca, nunca te perdonaré lo de mi papá, nunca ¿me escuchas? –preguntó desvaneciendo su tono en las capas del aire nocturno.
Unos pájaros se acercaban emitiendo un ruido atroz, pensaba en desvanecerse junto con la voz de Paulina.
-¿Tú padre? ¿Tú padre? Nunca hice nada en contra de él, me percaté que no quería tu sufrimiento.
-Por eso mismo, no lo mataste, no cumpliste con eso y era lo que esperaba de ti. Sufrir.
-¿Cómo? Co...- no alcanzó a preguntar.
Francisco dejó quietos sus ojos. Los pájaros se descubrieron por una esquina llevando como bandera el ruido de la sirena. Cuando el paramédico revisó su pulso encontró silencio.
-Es una pena –dijo– morir a medianoche solo, sin testigos y por una bala.
“Si este infeliz supiera que soy el doble de Herman” –pensó Bernardo mientras caminaba a su casa por un puente donde el frío calaba la médula de las fantasías de Francisco.

Mark Ryden


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