EL “ENCUENTRO” CON PARRA -parte 2.- (Málvaro Ruín) (Los poeta grises -fragmentos.-)

Nunca faltaba una palabra de aliento, un gesto con sus manos que no motivara la hondura de la locura en la fisura de la hambruna humana por el sentido perdido. Robar libros era también su arte suplementario, leerlo es otro, hay diferencias en eso, por ejemplo: para robar necesitas un conocimiento sobre qué libros pueden ser de provecho, al entrar en la librería no necesitas tener que hojearlos, vas por el preciso, yo lo sabía, era experto en eso. Nunca debías permitir que el empleado del mesón viera qué hacías, un gesto mal y el vidrio de las relaciones se quiebra, robar ese conocimiento también otorgaba cierto estatus, un libro de Cheautebriand, Thomas Nashe o Céline o de los metametaforistas como Eremenko o Zhdánov, Párchikob o Iskrenko o Gúbanov. (Quedaba tanto por leer y por robar) leerlo una vez “rescatado” era lo difícil, es por eso que debías disponer tu tiempo para eso. Tres o cuatro horas diarias de textos clásicos, todos, desde Eurípides hasta Álvaro Ruiz, pasando por Achebe, Wangusa, especialmente ese poema donde el sujeto se empieza a elevar y roza con sus pies la nieve rosada de las puntas de las montañas, viajando por las estepas, anunciando que está volando sobre las tejas, con la sonrisa de luna pegada bajo la nariz, desvanecido en la oscuridad de todos los días, un clásico por cierto en que no impera un tono social sobre lo poético. Robar entonces, está por debajo de leer, y escribir es el mayor arte, pues necesita de la voz singular, única herramienta de comunicación perfecta.

Esa noche Cundela sacó una botella de soma, un extraño líquido bebido en Oriente por los grandes maestros (Krishnamurti, Osho, Nueve, etc.) de ceremonias, iniciados en los mitos sagrados de Cuthulhu y otros dioses primigenios; aprendí viendo cada gesto, primero se levantaba el vaso al cielo, al cenit, como si el iniciado bebiera, luego bajaba hasta el centro y todos se miran a los ojos en ese instante se pronuncia con voz calmada la palabra “KAAANAMÉN” alargando la voz en la “a” como el sonido de una tumba al ser abierta, y el trago del líquido repitiendo copi-copi hasta no poder más, cada vaso tenía unas inscripciones y tallado (pues era de madera, un toro, un león, un ángel o una persona se colocaba en los labios y se bebía “kaaanamén, kaaanamén”) A Nica no le dieron ni pisca, ni una gotita chiquitita y delgadita bien bonita.

Como yo quería existir no fui y la no-existencia huele mal, no es muy agradable, es como el olor a muerte, digo esto ya que me llegó la hora de partir, algunos se burlaron de mí, otros en cambio me felicitaron por mis obligaciones, alguna boca habló de que los surrealistas no trabajaban. Cinco veces oí la palabra “desertor” y tres veces de mi boca sonó el vocablo “Quetzacoatl” o ¡imaginarse la conversación! Imaginarse a Lenon imaginando.

En esa ventana del departamento de Cundela cuyos vidrios tenían grabados estrellas fugaces, quizás nubes deshilachadas, quizás cabelleras de rubia, quizás secreciones lacrimales. En esa ventana podías ver todo el destino de Los Arenales. El departamento quedaba muy cerca de la Avenida principal; una vez en la calle, expuesto, despotriqué contra Harry, el muy cobarde se quedó y no se despidió, era definitivo mi pensamiento: él y Sanpa Divina nunca fueron más que poetas dorados, nunca serían Grises, no por su definición sexual, aunque la coprofília es algo leve, sino, por su actitud vivencial. Sanpa era un poeta dorado, una de esas mierdas de “toro rojo” con hoces y martillos, sin siquiera saber la activa colaboración de Engels en su “Codex arturicus social machista”. Cada detalle importaba y él con Beatrice pertenecían más bien al “Estado fantoche de la vida” olvidaba al dorado Benya León, una rata que se follaba a Divina en cuanta posibilidad tenía (éste engañaba a la nieta de Lorca que lo mamaba todas las noches en la secreta intimidad de sus sábanas burguesas)

Lo interesante es que al caminar unos pasos Divina salió de un edificio llorando, su cara quedó marcada en la entrada del edificio. Una gran puerta de vidrio mecánica se cerró al paso. Mala suerte. Eleanor.

Caminé hasta mi casa apresurado, tengo otros amigos, los Grises no importan, si consideras que importan estás perdido porque no hay vida peor que la de Satie. Accedí a un taxi, por la orilla de un río, en una plaza vi al doble de uno de ellos hablando con un tipo, girando en el césped, y los gruesos párpados de la noche me consumieron acercándome un poco más a las palabras de Herman, la adorada Paulina.




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