BERNARDO (Los poetas grises -fragmentos-)

La luz de una vela piensa en Paulina, Cassandra, en todo lo que surgió entre nosotros. En cada pedazo de historia derramada en vino de un cariño desfasado, limpio, puro. La literatura fluía en los corazones con el frenesí de locomotoras cuyo humo remecía alguna sombra de calle después de beber. Recuerdo a Herman bajo el óxido de la oscuridad escribiendo textos autobiográficos, pensando en robarse algunos libros, en algún momento trataba de hilvanar las ideas de un aire extraño que hurgaba en su rostro de vez en cuando. Un miedo terrible adherido a sus pensamientos más íntimos surgía, en verdad, era eso que en las montañas de Mann, se encontraba: la simpleza del carácter de las palabras, en su acepción más seca, tratando a un personaje de inútil en su manera de expresar, pues, eso, también pasaba a diario, al levantarse, al forjar madera para el fuego, para la barca de bandera oscura.

Se siente tan estúpido la “cosa”, uno es tan imbécil, una “cosa” tan compleja e inútil, en fin, es mejor simple e inútil” todo, al final, era inútil. En cambio, encontrarse en un espacio determinado y poder ejercer cierta comunicación, es algo notable. Más allá la escritura también es algo maravilloso, y simplemente por escribir junto a ella se merecen trescientas vidas más por morir.

Pues, es así como piensa un escritor, y ve la materia descomponerse como un órgano infectado. “Es una pena -me decía- el tener que soportar el hedor de un muerto, día a día, como Duprey, esta alergia no se acaba” en ese fuego íntimo del robo ambos extienden sus pasiones en un miedo a la privación. A la luz de la luciérnaga de alas negras me río de estos días insalubres de juventud condenado a la vejez de un conocimiento absoluto de literatura y sus formas, prefijando ideas tras el lloriqueo mocoso, después de la diarrea del tres tetas negras.

A cada una de las caladas el humo se ramificaba como serpentinas sobre una roca, divididas, extáticas. De fondo The Doors, ese día Gonzalo Rojas había muerto, yo, en acceso de furia golpeé a una vieja que gritaba en la mitad de la carretera y bajo ella una línea de un amarillo como el meado dividía el ir y el venir. Un palo en la cabeza y se quedó en un sueño de alienígenas y esas cosas que a Cundela tanto gustaban. El “chuto” de marihuana reducía su única extremidad, el cogollo que el bueno de Cundela nos había hecho aspirar era tan bueno como esos que llamaron “punto rojo”, los ojos se me hincharon, la boca empezó a carecer de saliva, el cuerpo me picaba pareciendo que la peste pretendía alojarse en mis desvanecidos músculos. Veía un perro sangrando a un lado del alquitrán, la tarde caía; en el andurrial unos sauces aplaudían con disimulo, era un ambiente extraño donde las nubes tomaban diferentes colores, tonalidades violáceas, a la vera del camino las garras de un pájaro emitían una sombra sobre el río blanco, después que esa arma se disparó sobre los tejados de Los Arenales, el estruendo llegó a todos los oídos, más por el impacto de una muerte que por el propio sonido desintegrándose en el viento. El agua tembló con unas hojas de sangre. Estaba seguro que ese pájaro moribundo no era más que una mancha de tinta en su sueño, después de días y días esas dos garras intentaban, en sus sueños, entrar en su cama y él sabía que las balas de su padre no eran ficción. En la noche las sombras del río escurrían su piso, cubrían el lecho con hojas y su cuerpo era devorado por las uñas metálicas de su enemigo, su Padre. La Madre dormía con un velo de tierra en los ojos, intentó persuadirlo, gritó y su lengua se evaporaba, abrazó a su progenitora en las piernas, y él, llorando, reconoció en otros ojos los suyos, los gritos dibujados en el iris que fueron disminuyendo cuando, a la fuerza, las horquillas desangraron el lecho incestuoso.
Es difícil hablar de eso, no me agrada andar contando estas cosas, pero es necesario, para que puedan entenderme, es así, una nimia locura, algo pequeño que dejé se resolviera con el tiempo (aunque este sola ente paraliza, manosea, pervierte lo conocido) ella, Carol, jugaba cada cierto tiempo con mi cuerpo, lo extendía sobre la cama y besaba con delicadeza mis rodillas, y con su mano sobre su cabeza subía y bajaba…los juegos con ella empezaron a los trece años, yo, en clases perdía la concentración pensando en su triángulo de pelos, todos los días eran una constante maravilla del deseo como si sus raíces abrieran paso en mi pecho, era humo, río, trueno… todo en la noche, y yo quería ver, ver en la mañana con la luz del sol su cuerpo, el gimnasio y las caminatas eliminaron esa grasa de años, su tez se coloreó otra vez, miraba sus fotografías de hace años y las diferencias desaparecían con cada acto de fornicio que ejercíamos. La fragua se reducía, años, años, y fue joven otra vez, mis piernas cansadas veían que éramos un matrimonio, un matrimonio, un matrimonio ¿entiendes lo grave del asunto?
(...)


A cada una de las caladas el humo se ramificaba como serpentinas sobre una roca, divididas, extáticas. De fondo The Doors, ese día Gonzalo Rojas había muerto, yo, en acceso de furia golpeé a una vieja que gritaba en la mitad de la carretera y bajo ella una línea de un amarillo como el meado dividía el ir y el venir. Un palo en la cabeza y se quedó en un sueño de alienígenas y esas cosas que a Cundela tanto gustaban. El “chuto” de marihuana reducía su única extremidad, el cogollo que el bueno de Cundela nos había hecho aspirar era tan bueno como esos que llamaron “punto rojo”, los ojos se me hincharon, la boca empezó a carecer de saliva, el cuerpo me picaba pareciendo que la peste pretendía alojarse en mis desvanecidos músculos. Veía un perro sangrando a un lado del alquitrán, la tarde caía; en el andurrial unos sauces aplaudían con disimulo, era un ambiente extraño donde las nubes tomaban diferentes colores, tonalidades violáceas, a la vera del camino las garras de un pájaro emitían una sombra sobre el río blanco, después que esa arma se disparó sobre los tejados de Los Arenales, el estruendo llegó a todos los oídos, más por el impacto de una muerte que por el propio sonido desintegrándose en el viento. El agua tembló con unas hojas de sangre. Estaba seguro que ese pájaro moribundo no era más que una mancha de tinta en su sueño, después de días y días esas dos garras intentaban, en sus sueños, entrar en su cama y él sabía que las balas de su padre no eran ficción. En la noche las sombras del río escurrían su piso, cubrían el lecho con hojas y su cuerpo era devorado por las uñas metálicas de su enemigo, su Padre. La Madre dormía con un velo de tierra en los ojos, intentó persuadirlo, gritó y su lengua se evaporaba, abrazó a su progenitora en las piernas, y él, llorando, reconoció en otros ojos los suyos, los gritos dibujados en el iris que fueron disminuyendo cuando, a la fuerza, las horquillas desangraron el lecho incestuoso.Es difícil hablar de eso, no me agrada andar contando estas cosas, pero es necesario, para que puedan entenderme, es así, una nimia locura, algo pequeño que dejé se resolviera con el tiempo (aunque este sola ente paraliza, manosea, pervierte lo conocido) ella, Carol, jugaba cada cierto tiempo con mi cuerpo, lo extendía sobre la cama y besaba con delicadeza mis rodillas, y con su mano sobre su cabeza subía y bajaba…los juegos con ella empezaron a los trece años, yo, en clases perdía la concentración pensando en su triángulo de pelos, todos los días eran una constante maravilla del deseo como si sus raíces abrieran paso en mi pecho, era humo, río, trueno… todo en la noche, y yo quería ver, ver en la mañana con la luz del sol su cuerpo, el gimnasio y las caminatas eliminaron esa grasa de años, su tez se coloreó otra vez, miraba sus fotografías de hace años y las diferencias desaparecían con cada acto de fornicio que ejercíamos. La fragua se reducía, años, años, y fue joven otra vez, mis piernas cansadas veían que éramos un matrimonio, un matrimonio, un matrimonio ¿entiendes lo grave del asunto?
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