Ecce Homo (del libro: Lengua de fuego)

 Juan 19:5

Quién de los dos no recordaría esas cabezas
cortadas en los ríos ya secos de mi tierra,
pensando a ratos en esa obsesión de saber más
y grabando el diecisiete en esa puerta blanca,
ese número pasaba en mi mente al entrar
junto con la iglesia, los san pedros, tu olor joven,
tus pocas cosas provenientes de tu país,
hablábamos de libros como de las comidas
de unos músicos retorcidos y populares
hablando de la paja después de besos negros;
obscenidades que son aceptables al juego
como un intelectual como cascarón inerte
por sobre tu espalda entraba en lo cóncavo boca
a boca enredados en la madeja de sábanas
tú y yo con los faros en alto y chocando proas
espalda a espalda deseando correr en piel
por sobre tus glúteos mirando el cielo tan blanco
que había pintado un girasol oscurecido
con vino las noches sabiendo a una cornamenta
y pan y té y café y Picasso y Goya y Panero
pasaban todos por nosotros hacia tu carne
yo quería entrar al hueco de tu alma invertida
por sentir mi fuerza levantarse por la sangre.
Me río de pensar en tus juegos y ocurrencias,
de tu lengua de fuego buscando nubes blancas,
en la cúspide algunos decían que era asco
sin ver que había un montón de huesos en la calle
de las opresiones que sus leyes impartían;
putos viejos retorciéndose entre llamaradas
que gritan la violencia por el mundo sin ver
viejos pervertidos en las aceras de niños
ocultos tras la cruz llorando noches ingrávidas
ya condenados a un rincón de horrores celestes.
 
Acaso no podía entender que entrar en ti
era un acto de huir un segundo al río seco
y mirar tras el líquido y la crema Nivea
tu boca abierta frente al impacto de lo incógnito.
Ya cerca de la playa sonriendo en esas tardes
y obteniendo cada uno mentiras más perfectas
entonces, sí, las máscaras que usabas ahí
en la oscuridad de los focos y cada voz
susurrante al oído de los curiosos pulsos
de tu carne y carne pared a pared inversa
clamando todo éxtasis de entrar más y más y más
en las cóncavas palmas de esa cáscara rómpola
como si versos del siglo de oro protegieran
cada una de las fibras haciendo eco eco co,
tan lejos solo puedo decir que no existía,
que tus manos sostenían la cuerda y sus ojos,
que hablar de esas cosas empezaba en el mareo
de escuchar reptar las misma razón florecer,
que a la mitad del día y la noche volveré
tan solo la cuerda y tus palmas en la muralla
y el susurro de un aliento amigo en el cuello
cautiva el pensar que estamos en el mismo tiempo
perdidos en las sábanas de los climas vueltos,
amargado en el místico goce de lo excelso
reúno trozos con los dientes la rosa negra
y con los mismos cantos se ve que ellos dos vuelan
engarzados en anzuelos del compás violento
ráfagas de leche y látex y muros caídos
luces en el pecho abriéndose fuego al calor
saltando y muertas cruzan, se caen, suben, caen,
somos ambos la proa y el pico de las aves
en ti la espuma de las cervezas y los bares
miraba esa luna deseando decir fin.
 
A esa monja manoseamos sus piernas místicas
rendimos el homenaje de blanco en las sábanas
saltando las púas con la lengua y piernas púrpuras
asoleados en calles y agua apocalíptica
las visiones rojas y azules y luz desérticas
golpeando los techos que son pisos eléctricos
con las cuatro patas, animal salvaje y féretro
fugaz de fuego conviertes tu otro magma cálido
en la vuelta de espalda y el retumbar artístico
de la sombra y luz pura del placer cristalino
mi doble, callado, en ese espejo de carne
donde brillabas más que las llamas del cigarro.
Esperaba en las escalinatas el llamarse
asimismo, como el nombre en los muros de las lunas
inversas y lloviendo por todos esos bordes,
en calma, reposados, estiramos los dedos
hacia las rectas de la serpiente de la duda
ah, eras el fruto, la esperanza paralítica,
todo el fuego de las noches en la ciudad gris,
¿Cómo no desear la firmeza de ese signo?
aullabas retorcido entre maderos por agua
y querías otra vez entender esos gritos
por la mañana escabulléndome en la escalera
y veía el cuarzo adornando muros con luz
para hablarme dentro de mí en un idioma extraño
que las palabras que usábamos eran poder,
eran la luz de los reflejos y la paciencia,
la virtud embriagada que destilan los días
para hacer de esta condena un goce de la miel,
un pacto entre dos amigos presa de la fiebre
por encontrar una salida de esa presión
que origina el cuerpo fulgurante de palabras
que demuestran que el otro fuego es más que otros fuegos
 
y los pasos repiten repiten el retorno.
 


(del libro: Lengua de fuego)
 
 

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