LOS POETAS GRISES (fragmento de la novela)

Había noches, solo noches y pasos, podía ver desde la ventana como una mortaja de novia se arremolinaba y desaparecía en puntos fugaces, tantos remolinos, tantos escapando allá y acá en el giro intentando volver al marco extraviado al extender sus brazos hasta el punto perdido en el cual me encontraba después de pasar un mes enredado en llamas y tinta que rescaté de una casa calcinada y cuyo esqueleto negro era también el mío, antes de pasar un mes sin salir observando un cuadro maldito apenas dormía en una cama, solo era un cuadro, yo, la atmósfera, cada color posible que ya estaba mezclado e imaginaba que apenas podía tender esas blancas persianas y un olor a vómito desprendían si las agitaba, solo al leer olvidaba mi función natural reduciéndola a una taza de té blanco y café negro. Por más que hablaba a la Tierra ella guardaba silencio. En algo habíamos fallado. La estúpida broma de la imaginación
Antes, como dije, no dormía y pasaba en Los Arenales acompañado o quizás escoltando en su ir y venir, extendiendo todo su páncreas por las calles en diferentes ocho manos quemadas por el frío, en los brazos, hombros, a Grises que buscaban un punto de apoyo para levantar el mundo haciendo de la referencia algo oculto y científico en más de una manera. Griego. Espaldas bajas y la mortaja de la novia seguía allí. La Belleza, lo digo ahora, es una mortaja blanca y pálida que flota sobre un cráneo de cóncavas llenas, en momentos como esos, al caer lento sobre la mesa, antes de volcar algún vidrio, pensaba en mi Padre, aquel que murió y otros dijeron que había resucitado, en su mano en mi cabeza presionando fuerte más que en una fantasía pueril, en ese hombre que siete años más tarde apareció borracho y puteando a su sombra y que me decía, después de años: “¿Qué mierda importa alguien, quién sea?” pero al verme tan parecido a él lloró y derritió la espina de sus pasos por la noche en un silencio que hasta hoy no puedo dar significado. ¿Arrepentido por su abandono? ¿Asustado por el dopplengänger y la bilocación? No podría haberlo seguido pues él no era mi padre y sabía que YO era mi Padre una vez más. Pensaba en él y en mí como en dos personas iguales, (atraído por mi figura reprimía mis instintos) hueso contra hueso, algunos instantes antes que mi frente goteara sangre por el golpe de la madera pensaba que en ese momento si no era echado a patadas y gritos, como un perro a la calle, luego la reja de la Ley rechinando se cerraría frente a mis narices una o dos horas. Creía ser anciano y ya poder salir de ese castillo que construí en mi memoria con trozos de obsidiana. El día aparecía en ese cuadro, en ese manuscrito extraño de otro mundo.
Sabía que los animales conseguían comer o mantenerse en un mínimo de actividad. Masturbaciones iluminadas ya no daban resultado. Buda en sus tres enseñanzas o Lao Tsé en el Tao no balbuceaban más que la negación o la enseñanza atempore  inconveniente para este medio social. En momentos críticos leía libros de extraña procedencia. En fin, me sentía uno con el personaje, que a decir verdad no era ni lo UNO ni lo OTRO.
En estas andanzas, después de zambullirme en un hijo de tinta sacrílega, un feto más bien pardo con ese humus al podrirse la fruta y los almidones, llegaba a apreciar ese mismo color y olor que veía en las calles de Los Arenales estirado en las explanadas y terrazas con ánimo sinestésico. La ciudad poseía un agotamiento interno de la privacidad, esa propiedad privada del cuerpo hería más y más, convertida a la vez en herida y navaja entre dos nubes con piel de durazno, miré el primer día como al cielo nublado y blanco donde podría escribir una historia con tipografía alienígena u omitir quién habla a QUIÉN. Podía detenerme a pensar en alguna verdad, algún hecho, cosa, pensamiento al cual apegarme para iniciar una guerra monstruosa con los imbéciles que sostenían el pendejo de sus huestes en la orilla del poder y la podredumbre de sus actos. Era en la pared de mi cuarto donde ese cuadro (único para cada uno) vigilaba cada uno de los dedos que movía para realizar éste o cualquier acto fijándose en los pormenores mínimos como esa mancha de semen en el cobertor o los pantalones, algo que era sangre coloreaba insistente el vidrio que cubría el lienzo. No temía, en cambio, cuando alguna mujer perdida en su histeria despertaba gritando junto a un ebrio en mi cama y dale, dale, rompía su culo a callampazos en su zorra provocando esos alaridos, lamidas, eyaculaciones precoces y luego la cascada sin ruido de menstruaciones malolientes.
-Puto, marrano maricón ¿es todo lo que tienes?
Y miraba el cuadro, siempre volvía a levantarse y le “daba” al trabajo incansable buscando el sol dulce de tardes y tardes atornilladas al resorte, después, ermitaño, con la luz en el cobertor, en el pantalón, descubría que el recuerdo solo podía conjugarse en una: Ella. La mancha. ¿Y si esto no fuera más que entretenimiento? Considerarlo así era una maldición. No debía perpetuarse más que el fin –pensaba– ­al final de cuentas cualquier inicio necesita de otro fin. Ahora al reflejarme tan bien entre las pinceladas era un chancho barroso de ojos antiguos, un chancho viejo pero astuto, tanto como para saber que no era, ni sería un chancho alguna vez. Solo en el reflejo está impregnado lo-que-no-es.
Así, refulgente, me importaban una mierda los académicos y cada vez que en alguna calle de Los Arenales me encontraba  a uno lloraba de la risa de saber que a uno ya no se le paraba y al otro su mujer lo había reemplazado por un consolador. (Yo no podía olvidar a mis tres lesbianas y a Julian, el único a quien permití en ese juego) Muchas veces al caerse la costra mantenía su secreto placer de ser abierta y expuesta al aire. Necesitaba los músculos despiertos, más que nunca despertar sobrecargados de tallos e inflexiones de pulmones, de ese trabajo en la permanencia de las objeciones ideales. Problemas tales como:
Quién era.
Dónde iba.
Dios.
Vida.
Muerte.
Otro.
Poesía.

Reducidos al único sentido práctico: ELLA O ÉL, y me parecía que Él o YO debía desparecer en castigo por poseerla a ELLA. Mi doble era astuto, ocasionaba la derrota de agua y agua abatían sus pechos contra un tambor de costillas, pero no derramaba una gota, apagaba un cigarrillo en su reflejo una y otra vez para no volver a pensar en alguna respuesta Verdadera. El cosquilleo del gusano moviéndose en las entrañas siempre decía llamarse Duda. Nadie ha comprendido, no podían darme reglas morales con absoluta, repito, absoluta desfachatez de su ignorancia del deber. Nadie comprendía qué es “eso”.
Lo primero a lo cual tuve que apegarme fue a satisfacer ciertos caprichos de índole sexual. No tenía satisfacción al penetrar, las vaginas eran distintas que los culos y al momento de ese acto la rigidez o la lubricación se volvían importantes para no dañar el miembro que usaría con promiscuidad.
Decía: “Me veía entonces flotar por esa sensación oscura de pertenecer a lo “Otro”, lo de fuera. No era más que humo, una espiral de mariposa agria que engullía uno a uno cada segundo que bailaba en el aire. Los dedos se entumecían al contacto con esa piel, revestida en la pipa. La fragancia tomaba los órganos epiteliales, el cerebro. Unas dalias gigantescas introducían sus cabezas por el postigo de la puerta, al mirar el interior de ese hueco luminoso caía cegado de rodillas, solo en ese momento la claridad cobraba forma hacia un lado y otro, sensación parecida a la de días antes en una casa oculta de Los Arenales.

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