Los poetas grises (fragmento)



I
Volveríamos a estar nosotros en el borde, abriendo los ojos con extrañeza, sentiríamos el puñal en el costado con las vértebras encendidas, y las serpentinas de hueso bajar en fluidos por el gaznate. Adormilados, que cruzan el sueño en búsqueda de la magia, del otro hombre al cruzar el río. La barca se agita deteniendo sus ruedas. Un café. Un esplendor de una catedral gótica se encumbra por el cristal empañado de vapores, hay personas pero sus rostros no son fáciles de encontrar. Un amanecer embadurnado en esa nueva caída.
¡Oh! La luna, romántica aspereza hilvanada por sus sirvientes arañas entre perlas rizadas a la orilla de un papel calco marítimo. Tensa. Nadie más en este bus puede ver, allí, afuera… corriendo tras montes y rocas, mostrando sus medias violetas por el bosque de lumínicas jirafas. Allí, ver. Ella vitoreaba la noche, el nocturno alterno hiriendo sus pestañas por el frío, el cemento y sus torres dibujando su par en círculos de humo.
Los tres, con los mismos dedos digitaron en su cuerpo el despertar. Babosas estelares han recorrido el sendero nocturno de la leche y su diosa. El culto a una diosa.
La compañera de Cundela abrió los brazos y recogió los tres pájaros caídos de su nido e inundó con su presencia el plumaje hediondo de sus ropas ovíparas. Una fragancia revoloteó cuando Herman atisbando hacia un lado reconoció el antiguo Egipto en sus ojos, un cliché, claro, ya que, sus cóncavas no eran nada más que almendras fragantes; estaba en sus movimientos, en esa manía crepuscular de recato, el pozo de sus manos juntas que vierten agua frente al sediento ¡Sin aguantar más! Sin ya, querer más, sin la fuerza para dar tres pasos.
¿Qué será de nosotros maga de ocho brazos?
¿Dónde dormiré sonriendo al rey blanco?
¿Estarás allí atravesando la noche con tu mano?
Apareció entre ña necrópolis las perlas de Herman, desparramadas, y una sola de ellas, sólo una, tocó el suelo de huesos. En un remolino que agita los brazos a desaparecido su vestido y su sombrero. Está corriendo por las galerías con una crin de cometa abriendo las puertas, arrojando los cerdos hacia margaritas quemantes.
-Ve, maga –susurraban las flautas- allá el precipicio…
Anclado a una cadena, donde termina la ciudad, estaban intentando subir los nigromantes, los que enseñaron a leer las cartas a los hombres; allí: su último beso forjó raíces, como venas escurridas en agua.
- Soy nada más que un escudo y una espada, ya han pasado tantos idiotas que verlos no es novedad. ¿Qué desean? ¿Robarán otra vez el fuego que guardo? Saben a la perfección que un hombre son todos a la vez, sin embargo, yo soy parte de del secreto, soy silencio, soy la magia que crece en los ojos de los árboles.


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